Por Salvador Donghi Rojas, biólogo PUCV y director de Simbiosis Bioconsultora

Fuente: G5 Noticias

Es ampliamente conocida la desastrosa gestión de protección de las dunas de Concón. Si bien existe una protección legal, ésta ha pasado por desafecciones, nuevas protecciones, intentos de planes de manejo, promesas de cierre, fallos de la Corte Suprema, etc. Sin embargo, en la práctica, este geositio no se ha logrado mantener para las nuevas generaciones, aun cuando el último decreto de protección, a diferencia de los anteriores, se centraba en otros aspectos además de la biodiversidad del sector.

Hoy, el santuario de la naturaleza “Campo Dunar la punta de Concón”, se configura como la duna litoral chilena con el más alto índice de biodiversidad, sobre un sustrato de origen pleistocénico y holocénico. Es decir, no hay otra duna de este tipo en Chile, como tampoco en toda la ecorregión de la vertiente del Pacífico Sur Andino de la región Neotropical.

Pero este inmenso y particular valor natural pareciera ser que en Chile sólo está alojado en la literatura especializada y en los decretos de protección, porque en la práctica, este valor sucumbe ante la Ley General de Urbanismo y Construcción, ya que es posible edificar en el entorno inmediato del santuario y también construir en zonas de riesgo, todo lo cual contribuye a la fragmentación de estos espacios protegidos.

A esto se suma la nula comprensión de la categoría de protección de las dunas, lugar que para quienes las utilizamos como la mejor aula abierta para la enseñanza de las ciencias naturales, se ha visto eclipsado por carretes y el alarde de sujetos que las destruyen en motos y jeeps. Por otro lado, se agregan los oportunistas que aprovechan la tribuna para levantar “campañas antiedificaciones o ejercicios de demonización concertados” (25 de agosto, editorial del Mercurio de Valpo).

Lo anterior está evitando la necesaria toma de razón de los dos enormes impactos ambientales: la irremediable pérdida ecológica provocada a un importante sector de la duna y, el desperdicio del 80% de la precipitación caída en el sector a manos de “colectores de aguas lluvias”. Éste último es un elemento que debe ser reemplazado por sistemas que permitan que el tan necesario recurso natural, aportado en su gran mayoría por las altas precipitaciones, pero de baja frecuencia, sea infiltrado en el subsuelo. De este modo, se recuperaría parte del ciclo natural que mantenga las asociaciones vegetales en épocas de escasez del recurso, asunto que será cada vez más constante. A su vez, evitará que grandes volúmenes de agua sean transportados por un sistema que requiere de mantenciones constantes que ni privados ni el Estado están dispuestos a afrontar.

Por tanto, resulta incomprensible que estos dos enormes impactos ambientales estén siendo analizados sólo a partir de la impactante imagen del socavón y no en la urgencia de legislar respecto a optimizar lo que las escasas lluvias están aportando a uno de los países que más impacto recibirá a raíz del calentamiento global. Hay que hacer un cambio de paradigma, ya que los fenómenos naturales no pueden seguir siendo considerados como desastres, de lo contrario, la adaptación al cambio climático seguirá siendo sólo motivo de matinales.

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